A la memoria de James Clavell y su obra La Mosca
I
RUFUS VILORIA
LAMENTÓ HACER AQUEL EXPERIMENTO con la Prosopomya Pallida, una simple mosca
doméstica que sometió a un procedimiento doloroso para analizar su hemolinfa.
Necesitaba aislar la proteína que la hacía inmune a cualquier clase de invasión
bacteriana. Fue abriendo el abdomen de la mosca con un escalpelo diminuto. Sale
la hemolinfa color sangre. La mosca se contorsiona, mueve las patas y comienza
a desesperarse. Rufus presiona con la pinza la cabeza del insecto, que hace un
movimiento brusco, como si quisiera desprenderse del resto, pero luego se
contrae. Expira. La hemolinfa ha salido casi por completo de su cavidad. El ojo
del científico sobre el lente del microscopio se expande, gradúa, gradúa el
aumento del aparato, mira los hemocitos, gradúa aún más, más, ahí está la
proteína, quiere separarla del resto, pero está adherida a un átomo de hierro
formando una molécula. Es complejo, complejísimo. Rufus añade un aislante que
ha trabajado por muchos años, es efectivo para hemocultivos. Lo logra. La proteína
por fin es aislada. Tiene en sus manos quizás el antídoto contra todos los
elementos patógenos del mundo.
Pasaron meses de
arduo trabajo para producir el Vilorium. Rufus no quería avisar a la prensa
hasta que estuvieran descartados todos sus efectos secundarios. Él mismo sería
el conejillo de indias. Tenía dos meses tomando 20cc de la fórmula para
suprimir una infección que se provocó con miasmas de una industria química.
Resultado: Los bacilos anómalos no pudieron adherirse a sus tejidos, vísceras,
o contaminar su sangre. Por el contrario, el Vilorium aumentaba el número de
sus plaquetas fortaleciendo las defensas de su sangre, desarrollando su fibra
muscular y provocando la proliferación de vellos sobre su piel. Gradualmente
sentía que sus fuerzas aumentaban, que sus cuarenta y ocho años cambiaban a
veinte. Pero Rufus se turbó. Un presagio nefasto y abrumador dirigió sus
pensamientos a una terrible posibilidad: La fórmula del Vilorium quizás no
estaba completada. Tal vez desde el comienzo fue un perfecto error. La proteína
nunca debió ser sustraída de la mosca. El tiempo pasaba y su compulsión por el
Vilorium se acentuaba: temblaba, sudaba frío, se tornaba irascible, violento,
no podía concentrarse en lo que hacía. Su corazón latía rápidamente. Se acordó
de aquella vieja película de James Clavells “La Mosca”, y lanzó una carcajada.
No podía creerlo, sus colegas se burlarían con sólo decirlo. ¿Decir qué?, ¿que
probablemente estaría en la fase intermedia de una metamorfosis? Volvió a
carcajearse. Pero esta vez con miedo, un miedo que se le notaba en su mirada.
Un miedo que provocaba el movimiento involuntario de su pómulo izquierdo y un
frío desagradable en su espalda. -¡Basta!, pensaba. Lo que experimento no es
más que la reacción lógica de una droga. Su dependencia irrefrenable. Los días
se encargaron de mostrarle a Rufus la terrible verdad. Cuando el espejo del
baño, le reveló la probóscide de una horrenda mosca. Vomitó al instante,
manchando el espejo de un líquido viscoso que derretía todo. Era el vómito de
una genuina Prosopomya Pallida. Ojos compuestos color rojizo, cabeza cubierta
de filamentos parecidos al pelo, pero nunca comparables. ¡Mi cuerpo!, gritó.
Rufus quería ver su cuerpo. Corrió enseguida al espejo grande del techo del
laboratorio. Intentaba tercamente acostarse en el piso para quedar frente al
espejo, pero no lograba hacerlo por su inmenso abdomen. Un picor irresistible
en la espalda, accionó siseo de dos alas translúcidas. Algo gelatinoso expulsó
repentinamente de sus intestinos. Era algo negro y pegajoso que manchó sus
patas. Estaba asustado, pero iracundo. Al punto de lanzar el instrumental al
piso, voltear mesas, pipetas, frascos y refrigeradores. Rufus gritaba, gritaba
con un sonido de bicho.
Los vecinos
avisaron a la policía sobre los ruidos que salían de casa del doctor Viloria. Y
en poco tiempo, los azules tumbaban la santamaría del laboratorio. Había
bomberos, ambulancias, reporteros, cámaras y vecinos curiosos. Todos se
adentraron y vieron con sorpresa a una mosca gigante revoloteando por el aire,
golpeando las cosas, diciendo palabrotas con una voz disminuida que salía de
alguna parte de su horrenda cabeza. El sonido se hizo cada vez más inaudible,
hasta que sólo se percibía como un leve chasquido, y luego, el interminable
siseo de un insecto que volaba por el aire.
II
HOMBRE MOSCA
DESCUBIERTO EN EL LABORATORIO DEL PROFESOR RUFUS VILORIA. Así amanecieron los
tabloides. Las fotos mostraban al enorme díptero que según las fuentes era
capaz de comerse a un humano de un solo bocado. - ¡Así que este era el gran
proyecto de Viloria! Vociferó Carpio Manrique, colaborador financiero para el
proyecto Vilorium. -Todos estos meses, todo este dinero despilfarrado. ¡Dios
mío! ¡Lo mato! Le quito todo, hasta su madre. Y ni pensarlo que le daré otra
oportunidad al desgraciado.
Manrique movió
todos sus tentáculos. Hombres de negro recorrían la ciudad con gafas oscuras y
Colts 3.8 con silenciadores. Sus lustrosos autos negros se mimetizaban con la
turbia claridad de los faroles. Tenían orden de traerlo vivo o muerto. Era
cuestión de tiempo para que lo consiguieran. Pero con las presiones de
Manrique, sus hombres se desesperaban, y se metían en cualquier casa
sospechosa. Salpicando de sangre las ventanas con los tiros que aplicaban a uno
que se quedó mudo porque no quiso hablar, o porque tal vez le dio un tembleque,
o porque con el miedo le dio por correr. Pero el -yo no sé nada-, se repetía y
seguía corriendo sangre por las calles, y los obituarios engordando los
periódicos. Muchas veces la atrocidad era tan grande que los horrendos
fotolitos ocupaban la primera plana. Sobre el sofá de una casa amanecía un
cadáver desnudo con hematomas y un tiro de Colt en la ingle. A las cinco de la
tarde de un jueves, flotaba un bulto en el río Güaire en evidente estado de
descomposición. Según forenses, había sido una muerte causada por los tiros de
una Colt. El sábado a las doce, hombres de traje fueron vistos llevando Colts,
por los vecinos del piso 9 de un edificio sin nombre. Según habían tumbado la
puerta del 94, y que luego de escucharse disparos, el dueño salió por la
ventana estrellándose sobre el concreto. La víctima había muerto antes de la
caída por cuatro tiros de Colt. Manrique iracundo, al ver las últimas acciones
de sus hombres, pateó a su buldog en el rabo, pero éste se le aferró a la
pantorrilla mordiéndola como lo hacía con su hueso. Vio todo gris cuando los
filosos colmillos le laceraban los tendones de su pierna izquierda. Una
ambulancia lo dejó en la clínica, mientras llamaba a los médicos con alaridos
de apremio: ¡Apúrense miserables que se me muere la pierna! En medio de su
fatalidad pensaba en Iturrieta, el jefe del grupo que había contratado para
hallar a Viloria. No podía creer que esos zopencos lo expusieran a tanto.
-Todos saben que ellos trabajan para mí, decía en voz alta. Quería tener a
Iturrieta en frente para partirle la cara. Aquellas Colt 3.8 las había traído
él mismo de Miami para usarlas en su polígono de tiro. No para mancharlas de
sangre. No era lo que le había dicho a Iturrieta, y cada vez que lo pensaba, se
arrepentía más de haberlas colocado en manos de aquel grupo de pendejos. Era lo
más fácil del mundo encontrar a un científico loco, barbudo, famélico, con una
maleta llena de frascos y tubos de ensayo; probablemente vestido con una bata
llena de manchas de sustratos y ácidos sulfurados. No podía imaginar a sus
hombres echando tiros a mansalva, convirtiéndolo todo en un caso de crónicas
urbanas, mientras los sabuesos con placa olfateaban las innumerables pistas que
dejaban. Manrique casi se veía esposado en los diarios, llevado ante un
tribunal por homicidio culposo, condenado quizá a treinta años o más. Todo por
culpa de unos pendejos que se emocionaron con las armas que les dio. Pero qué
quería Manrique. Quería un trabajo limpio y sin estrépito. Quería a Viloria amarrado a una butaca de su
oficina, para cobrarse la paga de cinco meses de financiamiento. Obligarle a
trabajar en algo importante. Como por ejemplo: la cura del Sida, el Cáncer, el
mal de Parkinson…, en fin, algo importante para la humanidad, y para sus
cuentas bancarias.
Después que
Manrique despidió a Iturrieta y sus muchachos, extrañamente, los asesinatos
siguieron dándose en las calles. La opinión pública relacionaba aquellas
grotescas muertes con la famosa mosca comecarne. Los periódicos, la tele, la
radio, se hacían eco de los comentarios de la gente. Las conjeturas describían
escenas donde una terrible mosca gigante, hacía incisiones certeras en el
cráneo de los humanos, sorbiendo su materia gelatinosa. Un tipo que
entrevistaron dijo: -“Sólo sé que se escucha como un sffff, interminable, que
se hace cada vez más cercano hasta que, plaf, algo te da por la cabeza, y no
sabes más de ti…”. Artículos cada vez más escabrosos se publicaban en los
diarios y revistas. Un famoso novelista intentó escribir la historia desde el
principio, pero la dejó inconclusa, porque temía que la mosca pudiera vengarse
de su osadía. El miedo parecía respirarse como el aire. Un aire denso y
alucinador como la morfina. Proclive a transmutar en pánico enceguecedor. La policía
estaba confundida porque los cadáveres que encontraban ya no eran víctimas de
una Colt, sino de incisiones extrañas en el cráneo.
III
Carpio Manrique no
dejó de ser un sospechoso. Por eso utilizó nuevamente su técnica de persuasión más
desarrollada para influir en la policía: el soborno. Y otra vez un inocente tendría que sacrificar
treinta años de su vida. Todo porque un hombre más poderoso movió aquellos
hilillos invisibles, donde todo se sabe, se modifica, y se determina a conveniencia
de unos pocos. Esta vez el que pagó fue Manolo, cuya acuosa mirada acariciaba
cada parte de su casa. Cada rincón le que recordaba su esfuerzo por alcanzar
todo lo que había logrado en años. El clic aceitado de las esposas era para su
corazón, el sonido de una marcha fúnebre. Tenía que despedirse de todo. De su
bella esposa que parecía quemarlo con sus lágrimas. Llamaría un abogado, a ver
qué podía hacer en una situación como esta, donde todas las pruebas lo
acusaban. Pruebas incriminatorias que aparecieron como por arte de magia,
dentro de su caja fuerte. Como las cochinas Colts que también fueron
encontradas en su casa. Eran evidencias muy contundentes.
Manrique campaneaba
un Whisky a las rocas, mientras detallaba por televisión el traslado de Manolo
a la corte. Un débil remordimiento le molestaba cuando veía la cara del
supuesto criminal y de su esposa, llorando con el rostro manchado de
maquillaje. En fin, todo muy trágico y conmovedor. Pero su pensamiento suprimió
todo escrúpulo: -“Lo siento señor Manolo, pero era usted o yo”.
Minutos antes de
que Manolo se introdujera a la corte. Viéndose acorralado por las cámaras y los
comentarios de los medios, respondió: - “No sé quién me incriminó, pero sé que
todo sale a la luz en este mundo”. Lo dijo mirando las cámaras, como si pudiera
ver a través de ellas la cara del verdadero culpable. De pronto, un griterío
retumbó más allá de la escena. La gente que rodeaba al sospechoso se dispersó
corriendo. La reportera se lanzó de bruces al piso, mientras le gritaba a
Crispín que hiciera toda la toma. La toma donde la mosca aferró a Manolo con
sus patas, y se lo llevó a gran velocidad hasta ocultarse entre las nubes.
IV
Luego de kilómetros
de vuelo, la mosca descendió repentinamente. Manolo entreabrió sus ojos y oteó
con pánico su probóscide. Hacía aquel sonido con sus alas limpiándose sus ojos
con las patas. Manolo temblaba y castañeaba, como si quisiera comerse sus
propios dientes. Se quedó como hielo cuando la mosca lo tomó y lo lanzó
repentinamente hacia la puerta de una quinta. Una hermosa quinta rodeada de
muros y alambres. Con una de sus patas señaló la ubicación de unas llaves bajo
el tapete. Manolo abrió la puerta y entraron, y lo que tenía apariencia de una
hermosa quinta, por dentro, era en realidad un enorme laboratorio. Manolo
sufrió una severa complicación estomacal. Lanzó un gas. Varios gases. Sus
hediondas emisiones lo hacían más apetecible para la mosca. Pero ella no lo
engullía, sino que emitía un sonido como de radio mal sintonizado. Lo hizo por
un buen rato hasta que en medio de esa estridencia, se percibió una voz humana.
Era la voz de Rufus Viloria: -No voy hacerte daño, dijo. Manolo quería salir de
allí, pero estaba paralizado del pánico. Veía el movimiento de su larga
probóscide, parecida a la trompa de un oso hormiguero, pero más grande y
horrenda. Su baba corrosiva. Sus patas
llenas de pelos. Su cabezota. Sus alas translúcidas. Y aquellos colosales ojos
compuestos. Por momentos no parecía ni siquiera una mosca, sino un extraterrestre.
-No te asustes, dijo, aunque parezca un monstruo. Necesito tu ayuda para
revertir los efectos de mi fórmula. Creo que consumiendo la misma proporción
que ingerí al principio, mi ADN volverá a acoplar los eslabones originales.
¿Deseas decir algo? ¿Decir?, ¿decir qué?, Manolo no podía decir nada. Estaba al
borde de un colapso nervioso. Ese día había sido violento, cruel y fantasioso,
como parte de un relato de Stephen King. Pero el científico pudo encontrar
ayuda en Manolo para preparar la fórmula. No fue fácil realizar el procedimiento
de la primera vez. Cuando se le hizo un mundo extraer la proteína y luego
mezclarla con los sulfatos; en las proporciones exactas. Esta vez su trabajo
dependía en buena medida, en que Manolo ejecutara al pie de la letra sus
instrucciones. Porque sus facultades mentales se reducían día a día. Sus
pensamientos se hacían cada vez más difusos. Poco a poco perdía el control que
solía tener sobre su cuerpo. Ambos entendieron que los efectos del Vilorium
todavía permanecían activos en él, degradando cada segundo su parte humana;
quizás hasta destruirla por completo. Era por eso el apremio. Y su explosiva
irritabilidad cuando Manolo fallaba en la proporción, y tenía que repetirse
todo nuevamente. Entonces tumbaba las pipetas, volteaba las mesas, volaba por
el laboratorio golpeándose contra las paredes, tratando tal vez así de terminar
con su existencia. De terminar con el martirio que aguijoneaba su mente. Ese
martirio que en realidad era el temor de perderse así mismo, de existir sin
saber que existe, de ser absorbido completamente por la irracionalidad propia
de los dípteros, y perderse irremediablemente de su mundo.
Manolo logró
compadecerse de su estado. Comprenderlo. Al punto de convertirse en un
excelente asistente. Un químico formidable. Cada instrucción era ejecutada al
pie de la letra, hasta que la fórmula pudo terminarse. Así nació una amistad
que se volvió con el paso de lo meses, casi un nexo de fraternidad. La mosca
metió su probóscide en la nueva fórmula, y sorbió, sorbió como no lo había hecho
en años. Pero Rufus tenía la sospecha de que algo estaba mal, no sentía los
efectos de la primera vez. La excesiva sudoración, la taquicardia, el leve
mareo. Era como si el Vilorium hubiera perdido su efecto. Miró la cara risueña
y esperanzadora de su ayudante, tal vez esperando que dijera algo. Que qué
sentía, por ejemplo, pero no, no sentía nada, ese era precisamente el problema.
Viloria señaló la puerta con su pata. Manolo entendía bien qué significaba. Ya
se lo había dicho antes. Se lo había advertido en caso de que el experimento
fracasara; tendría que irse y olvidar todo lo que había pasado. Ese era el
trato, respetaría su vida si no decía nunca su paradero. Por el contrario,
Manolo se fue triste. Preocupado por Viloria. De que lo encontrara la policía
dentro de aquel laboratorio. De que se suicidara o lo mataran.
Manolo llegó a su
casa de noche como un espectro. Entró burlando el sistema de seguridad.
Encontró a la esposa hablándole antes de dormir como si él estuviera allí,
sobre la cama. Entre lágrimas mencionaba su nombre una y otra vez: Manolo,
Manolo, mi Manolo. Tal vez lo daba por muerto y hablaba tristemente con su
fantasma. Pero está vez él le respondió y ella se quedó muda de la conmoción:
-No llores mi chichita, aquí estoy, vivo. La esposa le brincó encima y le besó,
apretó su cabeza entre sus grandes pechos. –Manolo mi amor, qué te pasó. Estaba
angustiada por ti porque aquella mosca…Manolo le tapó la boca con la suya y sus
manos la recorrieron, la abordaron con hambre de deseo contenido por muchos
días. Extrañaba el sabor de su carne, su porosidad, su suavidad. Apretaba sus
labios carnosos con los dientes. Era como morder una ciruela llena de jugos.
Chichita mi amor, decía, cómo te extrañé todo este tiempo. Ella no decía nada,
sólo lo miraba devorarla hasta perder los sentidos.
Chichita le contó
todo a Manolo. Resultaba que mientras él permanecía incomunicado por la mosca,
la policía había detenido a la banda de Iturrieta. Confesaron que había sido el
empresario Carpio Manrique quien que les pagó para atrapar a Viloria, y no
Manolo Garnica. Reconocieron algunos asesinatos que justificaron con legítima
defensa, porque las victimas trataban de agredirlos. Patraña que la policía no
se tragó y los tribunales no creyeron. Carpio Manrique fue llevado por fin a
prisión, tras suficientes indicios incriminatorios. La sentencia fue
irrevocable para los imputados: Manrique, treinta años por homicidio
intelectual y premeditación en primer grado. Iturrieta y su banda, treinta años
por homicidio culposo en primer grado.
Manolo en rueda de
prensa limpió su nombre. -Pero señor Garnica, díganos, ¿por qué la mosca
comecarne no se lo comió? –Señores, ustedes mienten, esa mosca no come carne.
Nunca me hizo daño, se los aseguro. -¿Y cómo regresó a su hogar, volando como
Superman? -No, sólo me dejó ir. -¿Sí?, ¿así nomás? -Sí, así es. -Díganos, ¿la
mosca lo llevó a su casa y le preparó una piña colada? - ¡Basta señores! , no
he venido a jugar, sólo a dejar claro que soy inocente. –Sí claro, lo sabemos,
pero, ¿cuándo nos va a presentar a la mosca? Todos lanzaron carcajadas, hasta
el mismo Manolo sonrió. Estaba claro que su inocencia o el arresto de los
verdaderos culpables, no era la noticia, la noticia era la mosca. Y seguiría
siéndolo por mucho tiempo.
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