SON LAS NUEVE DE LA NOCHE. La brisa entra por las ventanas y congela el aire de la casa. Una corriente sale de mi boca y se condensa en una niebla cálida, densa. Como si mis tiempos de fumador regresaran y exhalara el humo del Marlboro. Una peligrosa tentación que prefiero mantener en el olvido. Me envuelvo en una cobija impenetrable, tapando toda abertura de ventilación. No obstante, el frío sigue haciendo su trabajo a través de los tejidos. Un escalofrío pertinaz me fustiga y es imposible detener el castañeo de los incisivos. Trato de evitar el descenso de un catarro y carraspeo. Ahora siento un picor irresistible y toso varias veces. Por fin, me dejo atrapar por trama del “Pez que Fuma” en el canal 3. Dimas habla con la Garza, pero no escucho, porque una voz entra por la ventana. La reconozco, pero no la identifico. Me levanto y camino hasta la cortina de la ventana, ocultándome como una araña en su telaraña. Es mi alumno Jefferson López, alias el “Pelao”, habla con otro en tono muy bajo, es su interlocutor el que vocifera. Le dice que no va esperar más, que no puede esperar hasta que se duerma el profe. Un momento, pensé, ¿el profe?, yo soy el único profe de esta calle. En seguida recordé su amenaza el día que le puse 02 en la materia. –“Verá que ahora me lo voy a quebrar profe”.
Sospechaba la venganza del Pelao, pero no tan pronto. Ni siquiera había
hecho la denuncia en la jefatura sobre la posibilidad de… ¿ser asesinado? Pero
a veces las cosas suceden imprevistas. Cuando uno menos lo piensa. Miré el reloj
otra vez, eran casi las diez. Subí el volumen de la tele y dejé las luces
encendidas. Quería dar la impresión de que todavía estaba despierto para
marcharme discretamente. Mis ojos atravesaron por última vez la cortina de la
ventana, pero el Pelao ya no estaba en el poste. No estaba en ningún lugar de
la calle. Entonces escuché murmullos en el pasillo. Cerca de la puerta
principal. Veo cómo levemente se mueve la cerradura. Percibo el sonido del clic
que hace que gire el cilindro. Ahora lamento profundamente no haber puesto una
Multilock. Fue muy parecido a las
películas. La víctima se esconde, en este caso, yo, que tengo la ventaja de
estar en mi casa y conocer todos los posibles escondrijos. Al principio, el
Pelao y compañía son sigilosos, pretenden hallarme tal vez durmiendo o
dormitando en el sofá o la cama. Imaginan, creo, encontrarme de la forma más
fácil para liquidarme. Tal vez boca abajo sobre la almohada, para sólo empujar
con fuerza mi cabeza hacia abajo y mantenerme allí por unos segundos; los
suficientes para no poder respirar. Pero no me consiguen a simple vista. No
estoy sobre el mueble o la cama o la cocina… Es como si me hubiera bebido una
fórmula para desaparecer, piensan. Es evidente que han perdido la ventaja de la
sorpresa y pierden la paciencia. Comienzan a gritarme: ¡Profe, oiga, será mejor
que salga! ¡Si no sale le damos matarile! No pretendía salir, no saldría por
nada del mundo. Palpo mi celular y bajo el volumen de las teclas. Presiono el 171: -Usted ha llamado a la Policía Nacional, marque uno si es denuncia, dos,
si es una emergencia, tres, si necesita comunicarse con un agente del comando…
-Oiga profe, si no sale le voy a clavar uno en la frente, me entiende, no haga
la vaina más lenta. Marco tres, una voz grave pregunta dónde me encuentro: En
Catia, le digo, en el piso tres de un edificio sin nombre. Preguntan por el
sector, la calle, un punto de referencia seguro, respondo todo, y corto.-Creo
que sé dónde está este bichito, dice el compañero del Pelao. El Pelao se ríe
cuando siente el sonido de mi respiración dentro del clóset, que abre
repentinamente. Ambos mueven la ropa y me ven inerme y blanco, como uno de mis
trajes con almidón. Mis ojos se amplían y se dilatan como bolondronas. Ponen el
revólver en mi frente. –No se le ocurra nada viejo, dijo el compañero del
Pelao, que ahora sé que es el Porky, un nuevo malandrín del barrio San Pastor.
Otro de tantos chicos que se nos van por el mal camino. –¿Saben lo que hacen?,
pregunto. –Cállate viejo, dicen. –Es muy fácil robar y matar, pero el castigo
viene después Elías. – ¿Quién le dijo mi nombre?, dice Porky. –Pero si todos
conocen a tu mamá en el barrio, ¿crees que nadie conoce tu nombre? Te vimos
crecer jugando básquet en la cancha. Eras una promesa mijo. Porky agacha un
tanto la cabeza y mira al Pelao que le incita a darme un tiro. Por unos
segundos noto su desconcierto, pero la presencia de su cómplice le imparte
fuerza. -No me gusta que la gente se meta en mis vainas, dice, y pone el metal
frío en mi sien… -Ahora hable de Bolívar, de Sucre, ande pues, cómase la clase,
dice el Pelao. Seguro ahora no me puede raspar, ¿verdad viejo?
Creí que mis
sentidos se habían agudizado: olía la pólvora de la bala que no había
explotado, escuché cada órgano de mi cuerpo y la sangre fluir por la arteria
impulsada por mi corazón. Pensé que la muerte estaba tan cerca que no podría
distinguirla si venía. Y en realidad, no lo hice. Nunca pude saber si había
muerto luego de ese día. Sólo sigo escuchando voces. Algunas conocidas, otras
no. Algunas veces escucho gente que me rodea y llora. Se torna todo como una
pesadilla. Me gustaría sentirlos cuando me tocan. Abrazarlos. Quisiera
alentarlos. Decirles que siempre hay esperanza. Que tal vez un día yo salga de
esta situación. Y me pueda mover y parar y caminar. Porque es terrible estar
así. Como si muriera por gotas. Por gotas contadas por ese pitido interminable
de la máquina. Es algo parecido a soñar despierto. Sólo que no puedes abrir los
ojos. O aún más terrible. Como morir soñando. Y en ese caso, sería el primero
que muere así.
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