martes, 26 de febrero de 2013

EN COMA…


SON LAS NUEVE DE LA NOCHE. La brisa entra por las ventanas y congela el aire de la casa. Una corriente sale de mi boca y se condensa en una niebla cálida, densa. Como si mis tiempos de fumador regresaran y exhalara el humo del Marlboro. Una peligrosa tentación que prefiero mantener en el olvido. Me envuelvo en una cobija impenetrable, tapando toda abertura de ventilación. No obstante, el frío sigue haciendo su trabajo a través de los tejidos. Un escalofrío pertinaz me fustiga y es imposible detener el castañeo de los incisivos. Trato de evitar el descenso de un catarro y carraspeo. Ahora siento un picor irresistible y toso varias veces.  Por fin, me dejo atrapar por trama del “Pez que Fuma” en el canal 3. Dimas habla con la Garza, pero no escucho, porque una voz entra por la ventana. La reconozco, pero no la identifico. Me levanto y camino hasta la cortina de la ventana, ocultándome como una araña en su telaraña.  Es mi alumno Jefferson López, alias el “Pelao”, habla con otro en tono muy bajo, es su interlocutor el que vocifera. Le dice que no va esperar más, que no puede esperar hasta que se duerma el profe. Un momento, pensé, ¿el profe?, yo soy el único profe de esta calle. En seguida recordé su amenaza el día que le puse 02 en la materia. –“Verá que ahora me lo voy a quebrar profe”. 
Sospechaba la venganza del Pelao, pero no tan pronto. Ni siquiera había hecho la denuncia en la jefatura sobre la posibilidad de… ¿ser asesinado? Pero a veces las cosas suceden imprevistas. Cuando uno menos lo piensa. Miré el reloj otra vez, eran casi las diez. Subí el volumen de la tele y dejé las luces encendidas. Quería dar la impresión de que todavía estaba despierto para marcharme discretamente. Mis ojos atravesaron por última vez la cortina de la ventana, pero el Pelao ya no estaba en el poste. No estaba en ningún lugar de la calle. Entonces escuché murmullos en el pasillo. Cerca de la puerta principal. Veo cómo levemente se mueve la cerradura. Percibo el sonido del clic que hace que gire el cilindro. Ahora lamento profundamente no haber puesto una Multilock.  Fue muy parecido a las películas. La víctima se esconde, en este caso, yo, que tengo la ventaja de estar en mi casa y conocer todos los posibles escondrijos. Al principio, el Pelao y compañía son sigilosos, pretenden hallarme tal vez durmiendo o dormitando en el sofá o la cama. Imaginan, creo, encontrarme de la forma más fácil para liquidarme. Tal vez boca abajo sobre la almohada, para sólo empujar con fuerza mi cabeza hacia abajo y mantenerme allí por unos segundos; los suficientes para no poder respirar. Pero no me consiguen a simple vista. No estoy sobre el mueble o la cama o la cocina… Es como si me hubiera bebido una fórmula para desaparecer, piensan. Es evidente que han perdido la ventaja de la sorpresa y pierden la paciencia. Comienzan a gritarme: ¡Profe, oiga, será mejor que salga! ¡Si no sale le damos matarile! No pretendía salir, no saldría por nada del mundo. Palpo mi celular y bajo el volumen de las teclas. Presiono el 171: -Usted ha llamado a la Policía Nacional, marque uno si es denuncia, dos, si es una emergencia, tres, si necesita comunicarse con un agente del comando… -Oiga profe, si no sale le voy a clavar uno en la frente, me entiende, no haga la vaina más lenta. Marco tres, una voz grave pregunta dónde me encuentro: En Catia, le digo, en el piso tres de un edificio sin nombre. Preguntan por el sector, la calle, un punto de referencia seguro, respondo todo, y corto.-Creo que sé dónde está este bichito, dice el compañero del Pelao. El Pelao se ríe cuando siente el sonido de mi respiración dentro del clóset, que abre repentinamente. Ambos mueven la ropa y me ven inerme y blanco, como uno de mis trajes con almidón. Mis ojos se amplían y se dilatan como bolondronas. Ponen el revólver en mi frente. –No se le ocurra nada viejo, dijo el compañero del Pelao, que ahora sé que es el Porky, un nuevo malandrín del barrio San Pastor. Otro de tantos chicos que se nos van por el mal camino. –¿Saben lo que hacen?, pregunto. –Cállate viejo, dicen. –Es muy fácil robar y matar, pero el castigo viene después Elías. – ¿Quién le dijo mi nombre?, dice Porky. –Pero si todos conocen a tu mamá en el barrio, ¿crees que nadie conoce tu nombre? Te vimos crecer jugando básquet en la cancha. Eras una promesa mijo. Porky agacha un tanto la cabeza y mira al Pelao que le incita a darme un tiro. Por unos segundos noto su desconcierto, pero la presencia de su cómplice le imparte fuerza. -No me gusta que la gente se meta en mis vainas, dice, y pone el metal frío en mi sien… -Ahora hable de Bolívar, de Sucre, ande pues, cómase la clase, dice el Pelao. Seguro ahora no me puede raspar, ¿verdad viejo? 
Creí que mis sentidos se habían agudizado: olía la pólvora de la bala que no había explotado, escuché cada órgano de mi cuerpo y la sangre fluir por la arteria impulsada por mi corazón. Pensé que la muerte estaba tan cerca que no podría distinguirla si venía. Y en realidad, no lo hice. Nunca pude saber si había muerto luego de ese día. Sólo sigo escuchando voces. Algunas conocidas, otras no. Algunas veces escucho gente que me rodea y llora. Se torna todo como una pesadilla. Me gustaría sentirlos cuando me tocan. Abrazarlos. Quisiera alentarlos. Decirles que siempre hay esperanza. Que tal vez un día yo salga de esta situación. Y me pueda mover y parar y caminar. Porque es terrible estar así. Como si muriera por gotas. Por gotas contadas por ese pitido interminable de la máquina. Es algo parecido a soñar despierto. Sólo que no puedes abrir los ojos. O aún más terrible. Como morir soñando. Y en ese caso, sería el primero que muere así. 









martes, 12 de febrero de 2013

LABERINTO




HABÍA CAPTADO LA ATENCIÓN DE LOS CHICOS con habilidades artísticas desconocidas. De verdad nunca supe cómo me salieron esos trazos. Fue algo sin calcular. Espontáneo. Sobre el pizarrón había logrado delinear los rostros de Bolívar, Miranda, Washington y Robespierre. También algunas facetas de las principales batallas. Todo se torna interesante cuando desnudamos los detalles. La artillería empleada, uniformes, rutas, estrategias…entre otros rudimentos. Me hubiera gustado tomar fotos de esa pizarra atiborrada de imágenes y colores. Una señora miraba desde la ventanilla. Sonreía al ver a los chicos motivados con esos retratos de hombres muertos. Tal vez esperaba encontrar una típica clase aburrida. Los profes de historia tenemos esta fama y, cuando hacemos algo inusitado, la gente se sorprende. Gente como esa señora que permanece aún en la puerta, y no para de verme con ojos luminosos. Podría hacerme una idea aproximada de su edad. Tal vez tiene como treinta y siete. Podría haber estudiado aquí cuando niña. Quizá estaba en una reunión de padres y pasó sin pensar por esta aula de los recuerdos. Ahora me saluda, me llama con su mano. Camino hasta la ventanilla y me dice que es la mamá de Luis Quintero. Yo le digo con cordial sonrisa: -El muchacho es uno de los mejores. Ella sonríe con todos sus dientes. –Sí, lo sé, he visto sus notas. Pero no va bien en matemáticas, ¿sabe usted algo de matemáticas? –Sí, pero creo que le puedo recomendar un colega muy bueno. Un verdadero especialista en esas lides –No, quiero que sea usted. Quiero que ayude a Luisito en mi casa. Su inflexión sonó algo impositiva, pero dije que sí, sin pensar. Se iba contenta, y en el último momento, sus ojos hicieron algo pícaro. Trato de traducir el gesto pero resulta imposible. En mi vida siempre ha resultado un completo acertijo, la multiplicidad de formas de comunicación de una mujer. Desde la más sutil e imperceptible, hasta la más llamativa y obvia.  Pero quién podría imaginar siquiera, que esa mujer, la madre de Luisito, padecía cierta demencia. No pasó por mi cabeza tal idea, qué lástima, me hubiera podido zafar a tiempo.

Llegué a su casa a las diez del día sábado. Acordé sólo los sábados hasta las doce. Elvira me atendía como un rey mientras enseñaba a Luisito. Cada sábado me ponía más cómodo en su casa. Me hacía suculentas comidas. Me trataba con más confianza. Hasta que un sábado me puso la bata y las pantuflas de su esposo difunto. Me dijo que no había problema.  Pero no me gustaba la idea. Quién podía asegurar que su olor no estaba aún en los tejidos. Comenzó a mirarme raro desde ese día. Era una mirada brillosa y tierna. Intuí que me confundía con su esposo muerto. Efectivamente uno de esos días me llamó por su nombre, dijo claramente: Eulogio, y se disculpó. –Perdona, sé que eres Julián, pero a veces te pareces tanto a él…

Apuré el paso con las clases de Luisito y, en un mes, terminé mi trabajo. Su recuperación en matemáticas era incuestionable; pese a que mi título no decía nada al respecto. Ya no había razón para ir los sábados, y no fui más. Pero Elvira iba todos los días al colegio. El pretexto tácito, visitar a su hijo. Se paraba en la ventanilla a mirarme durante horas. Comprobé que la visión dirigida a un punto específico, imprime una fuerza que puede golpear las sienes. De pronto, venía con cualquier cosa: Café, dulces, panecillos…sobre todo los panecillos rellenos de crema pastelera. Un día comenzó a traerme el almuerzo en una vieja lonchera. Supe que había sido de Eulogio, las iniciales EQ, estaban grabadas. Los chicos empezaron a notar la cercanía de Elvira y bromeaban a mis espaldas.  Escuchaba que le decían a Luisito, cuando me aproximaba, que ahí venía su nuevo padre. Luisito echaba chispas. No podía asimilar la idea de que alguien ocupara el lugar de su padre difunto. Era cuestión de honor para él. De una fidelidad que iba más allá de la muerte. Yo lo entendía, y me gustaba que pensara así.  Nunca hubiera querido que se ilusionara conmigo, no sé si tenía talante de padre. Además, no veía a Elvira como una futura novia, sino como una amiga. Una extraña amiga.

Un día Elvira se presentó en mi casa. No puedo explicar cómo dio con la puerta. Nunca daba mi verdadera dirección, porque vivía en un rancho maloliente del guarataro. Robaban a cualquier desconocido que pasara a cualquier hora. Pero ella llegó ilesa y tocó mi puerta. Le abrí y me quedé por un instante, inmóvil. –Es obvio que te sorprendí, dijo. Ya era hora de que conociera tu casa. -¿Quién te dio mi dirección? –Tú mismo, dijo. –No, yo nunca…-Claro, interrumpió, no me la diste apropiadamente. Pero te dejaste seguir por mí.  Pasó sin permiso dentro de mi hogar. Miraba todo con ojos escrutadores.  Llegó a la cocina y alzaba las tapas de las ollas. –Necesitas cocinar algo. Sacó una pasta de la lacena, peló unos tomates y plátanos. En media hora ya tenía el almuerzo.  Siéntate, dijo. Me senté y comí. Ella se puso por detrás y me acarició el cuello, el cabello. A veces la piel tiende hacer muy traicionera. Elvira enrolló su lengua en mi oreja. Me abrazó metiendo sus brazos dentro de mi camisa. Entonces me giré y la tomé y la tiré en la cama. Su ropa se desprendió con una suavidad que erizaba su propia piel. Y excitaba mi imaginación. Dos imponentes picos nevados me desafiaron. Los escalé con meticulosidad hasta su cúspide. Descendí por el largo tobogán central, dejándome caer hasta la isla. En medio de una gramínea disminuida pero suave, se hallaba el delicioso tesoro. Tomé lo que necesité hasta saciar mi apetito de corsario envilecido. Pero al terminar me sentí vacío. Tan vacío como una cuenca sin agua. Como un pirata sin tesoro. Ella, por el contrario, tenía cara de plenitud.  Encendió un cigarrillo y lo aspiraba con fruición, haciendo espirales de humo que ascendían hasta el techo. –Apágalo, le dije.  En mi casa no se fuma.  En segundos me vestí y ella seguía sobre la cama. –Vete, le dije.  –Bueno Julián, me desechas como un traste. Después de amarnos con locura. –Tienes razón, con locura. Porque fui un loco al hacerlo contigo. –Te comportas igual que Eulogio. –Yo no soy Eulogio. –Para mí lo eres. –Estás loca. –Cómo quieras, pero no me iré. –Sal de mi casa, le dije, llevándola del brazo hasta la puerta. Ella salió riéndose. Regodeándose en su locura. –Mañana te llevo el almuerzo Eulogio querido, dijo. 

Me sentí atrapado en un laberinto. Mi apariencia física había desmejorado con el acoso de Elvira. Mis clases bajaban de calidad gradualmente. Mis colegas me lo decían. Me notaban desconectado. Aislado. Como un autista que trataba de huir de una realidad destructora. Pero creo que yo tenía parte de la culpa. Porque a veces, le abría la puerta, y dejaba que me dijera Eulogio. Es que me sentía tan sólo que no podía resistirme, ni siquiera, al cariño de una loca. Entonces entraba en su juego de seducción, y bebía sediento el veneno mortal de su pasión. Luego la echaba de la casa arrepentido, como un comensal que se mete los dedos después de comer, y expulsa los restos de la cena. Pasaban los días, y volvía a repetirse todo de nuevo. Como un carrusel que gira y aumenta su velocidad hasta salirse de control. Visité un sicólogo, y me dijo que la acosadora no era más que una viuda con falta de cariño. Que a ningún hombre le hacía daño una mujer así. Mucha gente me dijo lo mismo. Pensé en mi soledad. Me vi envejecer y morir sin nadie a mi lado. Por eso la busqué, y le di una copia de la llave del rancho. Pero no fue suficiente para ella, y tomé la decisión de vender aquella favela que un día me salvó de la intemperie. Me mudé a su apartamento en Ruperto Lugo. Vivía la vida de Eulogio. Encerrado en el noveno piso de un cubo de concreto. Poniéndome su ropa, sus pantuflas, durmiendo en su lado preferido de la cama y copulando con su viuda. Tal como un desmemoriado de mi propia vida, iba asumiendo nuevos roles. Embutiéndome lentamente en la piel del finado Eulogio. Hasta que un día. Un día como cualquier otro. Julián desapareció del todo, y no supe más de él.

LA MONA LISA o GIOCONDA

LA MONA LISA o GIOCONDA
Por: Leonardo da Vinci

PERROS JUGANDO POKER

PERROS JUGANDO POKER
Perros jugando al póquer es una serie de pinturas realizadas por Cassius Marcellus Coolidge. En total 16 obras que muestran a perros con actitudes humanas, de las cuales 9 las mostraban jugando al póquer. En las otras se mostraba a los perros fumando cigarro, bailando, jugando Baseball y declarando en la corte.

ROMEO Y JULIETA

ROMEO Y JULIETA
Español: Representación de la famosa escena del balcón de Romeo y Julieta. Pintura de 1884, por Frank Dicksee.

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Creí que mis sentidos se habían agudizado: olía la pólvora de la bala que no había explotado, escuché cada órgano de mi cuerpo y la sangre fluir por la arteria impulsada por mi corazón. Pensé que la muerte estaba tan cerca que no podría distinguirla si venía. Y en realidad, no lo hice. Nunca pude saber si había muerto luego de ese día. Sólo sigo escuchando voces. Algunas conocidas, otras no. Algunas veces escucho gente que me rodea y llora. Se torna todo como una pesadilla. Me gustaría sentirlos cuando me tocan. Abrazarlos. Quisiera alentarlos. Decirles que siempre hay esperanza. Que tal vez un día yo salga de esta situación. Y me pueda mover y parar y caminar. Porque es terrible estar así. Como si muriera por gotas. Por gotas contadas por ese pitido interminable de la máquina. Es algo parecido a soñar despierto. Sólo que no puedes abrir los ojos. O aún más terrible. Como morir soñando. Y en ese caso, sería el primero que muere así. Extracto del cuento EN COMA.
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