Inspirado en una historia de mi tía Yoli
Todas las noches después de la hora nona, cruzan la calle un grupo de ánimas comandadas por una coja. Recorren la acera en busca de imprudentes que otean como lechuzas por las ventanas. Una vez, una vieja entrépita llamada Eulalia, famosa por sus chismes (parece que hasta había destruido matrimonios y familias enteras por su lengua), se divertía metiendo el ojo por la rendija de su ventana. Sabía que era la manera más discreta de enterarse de todo. Pero la calle era un desierto. Eulalia, con modorra, resiste un poco más. Cree que puede darse lo de la otra noche, el pleito de Juan con Josefina. El estrépito de golpes, gritos, y la bocina de la poli. Había sido toda una fiesta. Una delicia.
Un taconeo la pone alerta. Murmullo de gente, como de una procesión. Sus sentidos se agudizan. Se acomoda los espejuelos con el dedo, y sopla el polvo de la abertura para clarificar la visión. No ve nada. El murmullo se ha ido. Pero alguien toca su ventana: -¡Eulalia abre! Algo le dice que no lo haga, pero ni siquiera el miedo que siente, logra aplacar su curiosidad. Al abrir, ve un grupo de mujeres vestidas de negro. Eulalia se paraliza. Una coja se acerca y le dice: -Vengo mañana por sal. Acto seguido, desaparece ante sus ojos. Eulalia sale corriendo: ¡Ayuda! ¡Madre! ¡Ayuda!
La historia dice que Eulalia siguió las indicaciones de su madre anciana, y buscó un niño de pocos días de nacido. Y en el momento justo, cuando se detuvo el tlac tlac de la coja en su ventana, lo pellizcó. Dicen que el bebé lanzó un chillido tan fuerte, que aquellas ánimas se volvieron al mismo infierno.