UNA MAÑANA SONÓ EL TELÉFONO COMO NUNCA ANTES HABÍA SONADO. Lo dejé sonar por un rato admirado de que fuera, en efecto, mi teléfono. Un teléfono olvidado por el resto del mundo que ahora volvía a ser recordado. La voz de Louis Armstrong “Qué Mundo tan Maravilloso”, sonaba como un himno que no quería dejar de escuchar. Lo alcé con elegancia y lo puse sobre mi oreja delicadamente: -Aló, aló, ¿quién habla? Necesitaba con urgencia escuchar mi nombre. Señor Eugenio cómo está usted, lo llamo para pedirle un favor…o, para hablar sobre el excelente trabajo que usted hace en la empresa de seguros o, simplemente para escuchar sus dotes histriónicas…-Aló, buenos días, ¿se encuentra la señora Carmen Montesinos? Aquella voz impersonal tuvo el poder de hacer que algo se quebrara dentro de mí. No, algo más preciso, como si estuviera soñando y de pronto lanzaran un balde con agua fría. –No, está equivocado. –Es el Banco de Venezuela para recordarle un problema con su tarjeta Mastercard. –No soy la persona que busca. –Este es el número que la señora Carmen Montesinos dio al banco. –Está equivocado amigo. –Seguiremos llamando a este número hasta que la señora Montesinos lo cambie. –La fulana señora se equivocó al darle mi número. –Pues, seguiremos llamando. –Esto es un abuso señores, es algo que no voy a permitirles porque… Colgó. Fue una experiencia desagradable. Sentí impotencia ser cortado sin poder explicar mi argumento. Yo no uso tarjetas, no tengo una miserable tarjeta de crédito y mucho menos de ese banco. Ahora resulta que me llamo Carmen Montesinos y tengo deudas en una Mastercard.
Al día siguiente, a la misma hora de la mañana, justo después de tragar el último bocado de pan con yemas, Louis Armstrong volvió a cantar. La voz impersonal preguntó por Carmen Montesinos y yo le repetí que estaba equivocado. Colgó. Se me ocurrió que debía estar preparado para lanzar una palabra corrosiva la próxima vez. Una grosería terrible que el tipo no pudiera soportar. Se sintiera como yo, humillado e impotente aunque sea por una vez. En el trabajo le comenté a Salcedo lo de las llamadas. Lo que pretendía hacer la próxima vez que el teléfono sonara. –No lo hagas, dijo. ¿Cuál banco dijiste que era? – El Banco de Venezuela. –No, no lo hagas, son de la revolución. Son Camaradas. – No puedo quedarme tranquilo con los abusos de un tipo aunque sea chavista. –Puedes razonar con él la próxima vez. Puedes decirle que eres ciertamente un tipo que no tiene que ver con el banco. –Ya él lo sabe Salcedo, es obvio que no soy Carmen, ¿me ves como una mujer llamada Carmen? –Bueno, piensa que no está en sus manos anular el número del sistema. –No me hagas reír, ¿y mis derechos qué?, ¿el respeto a mi dignidad e integridad física y sicológica? –Recuerda que ese Banco es una institución del gobierno, eso se respeta Eugenio. -Le di la espalda. No me interesaba su retórica sobre opositores y chavistas. Es una cosa de sentido común. De entender cuando se violan los derechos de alguien.
Al otro día, Louis Armstrong volvió a cantar. Tomé el auricular y me quedé unos segundos en silencio. -Aló, aló, buenos días, ¿se encuentra la señora Carmen Montesinos? –No, dije cortante. –Es del Banco de… -Sí, ya sé de qué banco es, pero está equivocado. –Bueno, es sobre un problema con… -Sí, con una Mastercard. Pero está equivocado. –Eso es lo que usted dice mentiroso. No esconda más a la señora Montesinos. –No la escondo señor, no sé de quién me habla. Sentí que la sangre literalmente fluía hasta mi cabeza. Tenía las orejas calientes. –La tarjeta ya está bloqueada por el banco, pero los intereses de la deuda suben rápido. Colgó. Me quedé un rato con el teléfono en la oreja escuchando el pitido interminable. ¿Quién será la tal Carmen Montesinos?, me pregunté. Esa pregunta debí habérmela hecho desde que recibí la llamada por primera vez. Cada vez que salía a la calle, ese nombre retumbaba. Me había hecho ya una imagen ficticia de la señora en mi mente. Carmen Montesinos era para mí una mujer que pasaba de los cuarenta años, estatura media, cabello crespo, medianamente cortado; se lo había pintado de castaño oscuro la semana en que fue despedida por recorte de personal. Fue para ella algo súbito y mortal. Como si le robaran parte de su vida, sobre todo en un momento que esperaba más de ella. Porque de seguro, Carmen estaba sola en la vida. Sus padres habían muerto. Sus hermanos tenían una vida lejos. Por una razón inexplicable nunca tuvo hijos, y eso fue el detonante para que su esposo la abandonara. Carmen estaba desempleada, con deudas y sin hijos. No abría la puerta, no contestaba llamadas, y cada día se iba consumiendo de tristeza y desesperación. Sí Carmen estaba en aquella situación tan lamentable. Era lógico que no pagara las cuentas, las tarjetas de banco. Era completamente justificable que inventara un número de celular, que por cosas de la vida, resultó ser mi número.
Amaneció. Mientras desayunaba pensaba en mi larga reflexión. Una reflexión que me mantuvo en vigilia gran parte de la noche. Pobre Carmen, pensaba. Cuánto sufrimiento, cuánto abandono. Dónde estarán las almas caritativas de este mundo. Quién podría ayudarla. ¿Quién? En ese instante, cantó Louis Armstrong otra vez, pero no respondí el teléfono. Corté. Fui al banco para preguntar el monto de la deuda. Me recibió un tipo de trato áspero. Quizá se trataba del mismo abusador de las llamadas telefónicas. No podía comprobarlo. Pero estaba allí intentando hacer algo por esa pobre mujer desconocida. El hombre me trajo café y dijo que el mismo gerente me atendería. Pensé que la deuda debía ser muy grande. Me preocupé. No había tanto en mi bolsillo. Pero bueno, por lo menos lo intentaría. Un tipo de traje costoso me llamó, estrechó mi mano con calidez. Me dijo: -Siéntese señor Eugenio. Es muy grato conocerle. Mire, conozco su buena intención, pero la señora Montesinos pagó su deuda esta mañana. –Bueno, por lo menos lo intenté, dije. –Es bueno saber de personas como usted, dijo el gerente. –Gracias respondí. Caminé hasta mi casa experimentando una rara sensación de libertad. No sabía qué era exactamente. Podía ser la convicción de que mi teléfono no sonaría más, tal vez nunca más.
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