Por la noche, cuando apagaba
las luces, una alfombra de ratones comandados por una rata recorría el departamento.
El bullicio era tan espantoso, que ya mi
esposa comenzaba a comportarse como mi madre. Que cómo se comportaba mi madre,
pues, sufría de insectofobia, la palabra lo explica todo. Pero es comprensible
para las mujercitas temerle a este tipo de bichos. Sin embargo, yo, un macho de
la estirpe más rancia, temerle a roedorcillos, era impensable. Así que, una noche,
cuando mi esposa dormía, puse en marcha mi plan de ataque. El truco era
revestir el piso de una capa de pegamento, de manera que los bichos no pudieran
atravesarlo como solían y quedaran atrapados. Había comprado unas láminas pegarratas
que venden en cortes rectangulares, pero fue imposible desprender el papel de la
parte que pega, entonces, enloquecido con la idea de eliminar a todos los
bichos que existían en el mundo, decidí untar el piso con una cola
especial súper fuerte envasada en tubos como dentífrico. Luego de
una larga lucha contra el sueño, me di cuenta que los ratones no saldrían.
Y que tampoco podíamos salir de la cama porque todo el piso tenía pegamento.
Puse en práctica el viejo
truco de las trampas. Encontré una muy moderna en el supermercado, el martillo
era forrado en goma. De manera que amortigüe el dolor, en caso de accidentes.
Supuestamente evita que un dedo se te haga puré. No recuerdo bien cuántas compré
pero eran muchas. Pasé casi medio día sujetando los martillos de las barras de
retención. Las coloqué cuidadosamente en los lugares estratégicos del
departamento. Por la noche, mi esposa rehusó hacer guardias, tenía aquella imagen persecutoria donde se veía
rodeada de ratones sin encontrar salida, o que luego de ver a la rata caer en
la trampa, saliera a morderla como en los documentales; recuerdan: “una rata
acorralada morderá a su oponente…” Estaba particularmente trémula, y hacía
aquella mueca de pánico con su cara que me daba risa, tanta, que tuve que ahogarla al instante con un vaso
de agua. No las contaría si viera el dibujo de una sonrisa en mi cara.
Desperté sobresaltado en la
madrugada lamentando que las trabas de las trampas, no se habían corrido. Aun
cuando los ratones festejaban sobre las barras de retención, y devoraban
pedacitos del costoso pecorino. Seguían su trayectoria acostumbrada detrás de
una gran rata, que parecía lanzar una chirriante carcajada, y burlarse en mi
propia cara; lo confieso, causándome ahora un terrible pánico paralizador. Mi
esposa se había levantado y dijo frenética:-¡Ándate pues y agarra esa bicha por
el pescuezo!
Me paré firme, con la vista
fija en el techo raso del departamento, como mirando al mismo cielo azulado,
metido en lo más profundo de mis pensamientos filosóficos, que consistían en
repetirme una y otra vez, que los machos no le temen a las ratas, y avancé como
un soldado dando el primer paso heroico sobre una de las trampas que, esta vez,
funcionó a la perfección.
Si alguna vez amé la
venganza, fue aquella vez. Saqué de la despensa el Veneno. Campeón Plus-Killer (el
original): Aniquila ratas, ratones, cucarachas, bachacos, parásitos, bacterias
y otras alimañas aun no descubiertas por la ciencia. El frasco temblaba entre
mis manos. Dispersé los fragmentos sobre un poco de harina, hundí pedacitos en
una lonja de tomate, esparcí un poco en puré de plátano y, por supuesto, queso,
mucho queso, el más hediondo que tenía en la nevera. Coloqué los manjares justo en la entrada del
terrible hueco, y practiqué el ancestral arte de la espera. También mi esposa
lo hacía apoyada en una escoba, la veía dormitar por momentos. –Vete a dormir,
le dije, esta rata es pan comido. Ella se fue al cuarto y me quedé vigilando
cada partícula de aire que entraba o salía por el hueco. La vería morir sobre
la misma comida que me robaba cada noche pero, no fue así, en realidad, no pude
ver su muerte porque me dormí…
Me levantó el grito de
mi esposa: -¡Papi, cayó por fin la desgraciada! Estaba la rata y todo su
pequeño clan de roedores boca arriba, aniquilados por los manjares envenenados dentro
sus estómagos. Recuerdo que recogimos cada bicho en una bolsa y los lanzamos al
container. Por la noche, nos acurrucamos escuchando el delicioso sonido del
silencio, era tan profundo, neutro y dilatado, que se podían escuchar las pequeñas
gotas de agua que se escapaban del grifo del fregadero. Pero unos minutos más,
sólo unos minutos, y volvió la estridencia en la cocina, el chirreo de paquetes
que se abrían, los trastes que caían de las hornillas, el pitido persistente de
la rata dirigiendo su clan de destructores. Nos paramos sin decir nada,
dispuestos a repetirlo todo, a gastar todas las trampas, los venenos, y los
tubos de pega.
La concha de la lora!
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